LA HONRA (Salarrue)
Había
amanecido nortiando;
la Juanita
limpia; lagua helada;
el viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano.
La nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El
pelo le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien contenta, chapudita y
apagándole los ojos al viento. Los árboles venían corriendo. En medio del llano
la cogió un tumbo de norte. La
Juanita llenó el frasco de su alegría y lo tapó con un grito;
luego salió corriendo y enredándose en su risa. La chucha iba
ladrando a su lado, queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban.
El ojo diagua estaba
en el fondo de una barranca, sombreado por quequeishques y palmitos.
Más abajo, entre grupos degüiscoyoles y de ishcacanales, dormían charcos
azules como cáscaras de cielo, largas y oloríferas. Las sombras se habían
desbarrancado encima de los paredones y en la corriente pacha,
quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas de cal.
La Juanita se sentó a
descansar: estaba agitada; los pechos -bien ceñidos por el traje- se le querían
ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos. El ojo diagua se
le quedaba viendo sin parpadear, mientras la chucha lengüeaba
golosamente el manantial, con las cuatro patas ensambladas en la arena virgen.
Río abajo, se bañaban unas ramas. Cerca unos peñascales verdosos sudaban el
día.
La Juanita sacó un espejo,
del tamaño de un colón y empezó a espiarse con cuidado. Se arregló las mechas,
se limpió con el delantal la frente sudada y como se quería cuando a solas, se
dejó un beso en la boca, mirando con recelo alrededor, por miedo a que la bieran ispiado.
Haciendo al escote comulgar con el espejo, se bajó de la piedra y comenzó
a pepenar
chirolitas de tempisque para el cinquito.
La chucha se
puso a ladrar. En el recodo de la barranca apareció un hombre montado a
caballo. Venía por la luz, al paso, haciendo chingastes el vidrio del
agua. Cuando la Juana
lo conoció, sintió que el corazón se la había ahorcado. Ya no tuvo tiempo de
escaparse y, sin saber por qué, lo esperó agarrada de una hoja. El de a
caballo, joven y guapo, apuró y pronto estuvo a su lado, radiante de
oportunidad. No hizo caso del ladrido y empezó a chuliar a
la Juana con un
galope incontenible como el viento que soplaba. Hubo defensa claudicante, con
noes temblones y jaloncitos flacos; después ayes, y después... El ojo diagua no
parpadeaba. Con un brazo en los ojos, la Juana se quedó en la sombra.
***
Tacho, el hermano de la Juanita, tenía nueve años. Era un cipote
aprietado y con una cabeza de huizayote.
Un día vido que su tata estaba furioso. La Juana le bía dicho quién
sabe qué, y el tata le bíametido una penquiada del diablo.
—¡Babosa! —había oído que le decía— ¡Habís perdido lonra, que
era lúnico que tráibas al mundo!
¡Si biera sabido quibas ir a dejar lonra al ojo diagua, no te
dejo ir aquel diya; gran babosa!..
Tacho lloró,
porque quería a la Juana
como si hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escondiditas, se jue al ojo diagua y
se puso a buscar cachazudamente lonra e la Juana. El no sabía ni poco ni mucho cómo sería lonra que bía perdido
su hermana, pero a juzgar por la cólera del tata, bía de
ser una cosa muy fácil de hallar. Tacho se maginaba lonra, una cosa lisa,
redondita, quizás brillosa, quizás como moneda o como cruz. Pelaba los ojos por
el arenal, río abajo, río arriba, y no miraba más que piedras y monte, monte y
piedras, y lonra no aparecía. La bía buscado entre lagua, en
los matorrales, en los hoyos de los palos y hasta le bía dado güelta a
la arena cerca del ojo, y ¡nada!
-Lonra e la Juana, dende
que tata la penquiado -se decía-, ha de ser grande.
Por fin, al pie
de un chaparro, entre hojas de sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extraño. Tacho sintió que la alegría le iba
subiendo por el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes.
-¡Yastuvo! -gritó.
Levantó el
objeto brilloso y se quedó asombrado. -¡Achís! -se dijo-. No sabía yo que lonra juera así...
Corrió con toda
la fuerza de su alegría. Cuando llegó al rancho, el tata estaba
pensativo, sentado en la piladera. En la arruga de las cejas se le bía metido
una estaca de noche.
-¡Tata! -grito
el cipote jadeante-:
¡El ido al ojo
diagua y el incontrado lonra e la Juana; ya no le pegue, tome!...
Y puso en la
mano del tata asombrado, un fino puñal con mango de concha.
El indio cogió
el puñal, despachó a Tacho con un gesto y se quedó mirando la hoja puntuda, con
cara de vengador.
-Pues es
cierto... -murmuró. Cerraba la noche.